Nadie
que no sea una mujer violada, con un feto mal formado o un embarazo que
complica seriamente su salud, llena de hijos a la que se le viene otro,
adolescente y no preparada para ser madre, a la que se le niega los
anticonceptivos y la píldora del día
siguiente, puede una decisión tan dolorosa y difícil como el aborto.
Ni
medio millón, ni diez millones de marchantes, pueden determinar lo que hará una
sola persona con su cuerpo. Y el reclamo de legalidad, no tiene que ver con
la realidad en la que hay abortos, sino con el acceso a servicios y la
protección de la salud de la gestante. Muchas cristianas y católicas deciden
abortar y luego van a misa. Pero lo esencial es que el ámbito legal tiene que
estar separado del de las creencias religiosas.
Los
países que han legalizado el aborto no son más o menos pecadores que el
nuestro. Y si el aborto es una contravención de la ley de Dios, de acuerdo con
los que creen en eso, hay casi un millón de peruanas al año que se sobreponen a
la creencia y que no son ningunas malvadas o asesinas, y muchísimas veces han
tomado este camino en defensa de la
vida, que es una materia mucho más compleja que la que dicta el dogma
religioso.
Lo
que Cipriani y la Iglesia quieren que creamos es que el no nacido, que se está
formando en las entrañas de su madre, es un
hijo de Dios y no se sus padres, y que terceros pueden tomar decisiones
sobre el útero de las mujeres. Yo quisiera que todos los no nacidos vinieran al
mundo rodeados de amor, de ganas de sacarlos adelante, sin riesgos para su
salud y para la de sus madres. Pero, y cuando esto no es posible, ¿qué
hacemos?, ¿cerramos los ojos?, ¿obligamos a la mujer a moverse hacia la
clandestinidad, que cuando menos dinero se tiene, es más riesgosa?
Cada
persona es dueña de su cuerpo, y no sólo tiene que ver con abortos, sino con
eutanasia, homosexualidad, y otros asuntos en los que la Iglesia quiere decidir
cómo son las cosas y trata de imponerse a través de congresistas católicos y
evangélicos, columnistas volubles y marchas contra los derechos de los otros.
En todos los casos se trata de una confusión entre Estado y religión, legalidad
con dogmas, que termina impidiendo que el país avance. La hipocresía
institucionalizada que ilegaliza la parte de la realidad que no se quiere ver y
que trata de manejar masas a su disposición de colegios religiosos, parroquias
y congregaciones.
Dicho
sea de paso, ¿qué tan tonto se puede ser para comparar las marchas políticas
contra la ley pulpín, de miles de jóvenes durante más de un mes; y medio millón
llevados por el cardenal a partir de convicciones y miedos religiosos?,
¿compararemos los recibimientos del Papa, con los mítines de García? No digo Jua, Jua, Jua, porque me parece más tonto
todavía.
FUENTE:
Raúl Wiener Periodista, Analista Político y Económico peruano.
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