La
lucha antiterrorista del Estado se hacía, según se entiende, en nombre de toda
la sociedad para recuperar la paz y castigar a los que ejercieron violencia
contra ella y contra las instituciones del poder. Si este es el fundamento,
quiere decir que igual que ningún sector puede darse como dueño del Estado,
tampoco puede apropiarse de su victoria. Pero, en el Perú, donde todos dicen
que por nada del mundo quisieran volver a pasar como una etapa como la de los
80 y 90, tenemos profundas diferencias, no solo para entender lo que ocurrió,
sino sobre todo, cómo debemos vivir en tiempo de postguerra.
Cuando
se escucha que el reclamo ante instancias judiciales internacionales, de una
persona sentenciada duramente por terrorismo (25 años de prisión), contra el
Estado por haber sido violada y torturada en prisión, no provoca indignación
unánime, porque no queremos violadores y torturadores con uniforme de policías,
jefes y autoridades que encubren estos crímenes, y jueces que “no ven” loa
abusos, sino que aparecen los que dicen la indemnizaron por terrorista o los
que en voz un poco más baja señalan que la terrorista se los buscó y lo que
debiéramos hacer es retirarnos de los pactos de derechos humanos que hemos
firmado, como si lo que esperaran es que nos viéramos ante más casos de estos y
quisiéramos evitar la vigilancia internacional.
Claro
que hay otra parte de la población que dice que debemos alcanzar un estatus
civilizado y esa brutalidad policial y desamparo de justicia que padeció una
sentenciada por terrorismo, podría recaer sobre otros, ¿o acaso no existe el
caso Gerson Falla, que ha seguido una ruta de impunidad sin que nada lo
relacione con terrorismo? Pero algo más, si se trata efectivamente de elementos
vinculados a hechos de violencia policía, unos reaccionan como si la guerra
continuase y las viejas reglas del enfrentamiento sin cuartel: matar al
prisionero (el esposo de la denunciante murió cuando estaba detenido), violar a
las mujeres del contrario, torturas, etc. Todo lo que se encuentra regulado en
los convenios sobre derechos humanos, y que se pretende dejar de lado con el
argumento de que los insurrectos tampoco respetaban a sus adversario y a la
población civil.
La
pregunta es si queremos institucionalizar la guerra, para que un sector
autoritario saque provecho de ello y barra bajo la alfombra las consecuencias
de una lógica de este tipo, o si estamos detrás de una paz sobre principios de
igualdad ante la ley y de aplicación estricta de la justicia. A casi 25 años
desde el fin del conflicto interno, algunos siguen como el primer día y afirman
que la violada, bien violada está. Otros creemos que nunca el que representa al
Estado y tiene la fuerza coercitiva o la autoridad que emana de ellos pueden
violar a nadie. Pobres tipos los que justifican esta degradación de la función
pública.
FUENTE:
Raúl Wiener Periodista, Analista Político y Económico peruano.
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