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domingo, 15 de marzo de 2015

LA INVERSIÓN PÚBLICA FUE ALTA Y SE UNA GRAN PARTE DE LOS SUBSIDIOS FUE PARA LO MÁS POBRE DE LA CIUDADANÍA VENEZOLANA.



VENEZUELA

Para quienes son lectores habituales de este blog, saben que considero que el gobierno venezolano encarna, desde hace varios años, lo que Steve Levitsky denominó claramente como “autoritarismo competitivo”. Un tipo de régimen político que mantiene las elecciones y algunas instituciones democráticas, pero que tiene un fuerte tinte autoritario. Ir a Caracas no es necesario para conocer este tipo de gobiernos. Basta volver la vista a lo que hizo Alberto Fujimori, padre de este tipo de autocracias en la región, para saber lo que pasa por allí.

Quienes defienden aún el “proceso venezolano” se basan en los éxitos redistributivos que se tuvo con Hugo Chávez, gracias a los altos precios del petróleo durante la última década. La inversión pública fue alta y se concentró tanto en sectores sociales, como sobre todo, en subsidios para la parte más pobre de la ciudadanía venezolana. El fallecido autócrata sabía que los gobiernos democráticos anteriores habían descuidado las políticas sociales y con ello, consiguió obtener una base popular que, hasta ahora, luego de tanto desastre económico, sigue respaldando al régimen. Y, además, consolidó una “boliburguesía” que fuera el contrapeso en clases altas y medias.

Curiosamente, este rollo se parece mucho al respaldo que se daba a Fujimori. En nombre de “la pacificación y la estabilidad económica” (sobre todo en las clases altas) y el “respaldo a los beneficios de los programas sociales, las pequeñas obras y la cercanía a la población” (en sectores populares), el último de los autócratas peruanos pudo mantenerse en el poder, hasta que su gobierno implosionó.

Una segunda defensa se vincula a la oposición venezolana, vista como golpista, pituca y que, apenas llegue al poder, desactivará los “logros de la revolución”. A ello abona, sobre todo, el intento de golpe de Estado de 2002 que resultó fallido, el origen de la mayoría de los líderes opositores y el lenguaje de algunos miembros de la Mesa de Unidad Democrática.

El problema es que la actual oposición venezolana no es golpista. Por lo menos no en forma mayoritaria. Aprendieron los errores del 2002 y tuvieron un candidato bastante competitivo - Henrique Capriles - en las recientes elecciones presidenciales. Y Capriles tuvo un alto porcentaje de la votación justamente porque apostó a mantener varios de los programas sociales implementados por el chavismo, lo que por primera vez le quitó voto popular al régimen. Y, peor aún, en la actual situación económica venezolana y con el precio del petróleo a la baja, será bastante difícil mantener varios subsidios por parte del gobierno de Maduro.

Y además, la oposición termina legitimada por los atropellos del régimen. El más reciente de ellos, el arresto ilegal del alcalde de Caracas, Antonio Ledezma, condenado incluso por varios de los sectores de izquierda peruana que, en otras circunstancias, habrían hecho mutis en torno a otros casos en los que el chavismo hizo cosas igualmente graves (la detención de Leopoldo López, el cierre o coptación de medios de comunicación, la lista Tascón que detallaba a los opositores al régimen).

Finalmente, la oposición venezolana - y lo se porque he conocido a algunos de sus miembros - no es la caricatura derechista que algunos de sus líderes encarnan, sino que resulta más variopinta, agrupando también a sectores socialdemócratas y liberales en sus filas.

La situación venezolana es bastante complicada. Un presidente autoritario que comienza a tener aprobación bastante baja, una economía altamente dependiente del petróleo que hace agua, opositores cada vez más limitados en los espacios políticos de actuación y con la inseguridad ciudadana en niveles que dejarían a Lima casi como una ciudad de primer mundo.

Para muchos, resulta el momento de una actuación internacional más dura. Y resulta cierto que el silencio de los gobiernos latinoamericanos resulta ofensivo, pero no por ello sorprendente. Como comentaba Levitsky hace un par de años:

Los gobiernos son pragmáticos, no principistas, sobre todo en política exterior. Sus posiciones en el plano internacional se basan en varios motivos (seguridad, objetivos comerciales), pero la promoción de la democracia no es uno de los principales. De hecho, cuando los presidentes latinoamericanos toman posiciones colectivas como las de Unasur, suelen hacerlo en defensa no de la democracia sino de la autonomía de los gobiernos.

Actúan en defensa, y no en contra, de sus pares porque no quieren crear un precedente en el cual los demás países pueden meterse en los asuntos domésticos. Esa lógica los lleva a defender los gobiernos electos tumbados por golpes militares (Venezuela en 2002, Honduras en 2009), pero también a resistir la intervención externa en los procesos electorales domésticos. La declaración de la Unasur fue una decisión pragmática, no ideológica o prochavista. (¿O Piñera y Santos también son “chavistas en el fondo”?).

De hecho, esa fue la lógica que tuvieron muchos gobiernos frente a Fujimori. En un repaso hecho hace varios años por Javier Ciurlizza, las posiciones más duras frente a un gobierno autoritario como el fujimorista fueron contadas con los dedos de la mano en la comunidad universitaria. Y como bien recordó hace algunos meses Juan Carlos Tafur, Estados Unidos recién le bajó el dedo a Vladimiro Montesinos cuando ocurrió el escándalo de venta de armas a las FARC.

Resulta cierto que muchos esperaríamos una respuesta más fuerte del gobierno peruano que el tibio comunicado entregado ayer por el Ministerio de Relaciones Exteriores. Ello no supone una “muestra del chavismo de Ollanta Humala”, convertido en el sanbenito de cierta derecha. Simplemente implica que, una vez más, priman los intereses antes que los principios. En esa medida, en una lucha que finalmente tienen que librar centralmente los venezolanos, serán los pueblos antes que los políticos quienes respaldarán y se identificarán con la necesidad de una salida democrática para un país que requiere salir, cuanto antes, de un autoritarismo cada día más ramplón.

Finalmente, resulta curioso que algunos de los campeones en reclamar, desde Lima, la salida de Maduro, hayan aplaudido fuertemente a Fujimori. Y que, en forma opuesta, algunos de quienes marcharon contra nuestra última autocracia hoy hagan malabarismos para seguir respaldando a Maduro. Además de la precariedad de sus convicciones democráticas, la situación nos muestra una cara poco amable de los populismos (sean de izquierda o de derecha): ver el mundo en binario y, en este caso específico, a partir de una visión del mundo cercana a la que muchos tenían en la Guerra Fría. Otra consecuencia nefasta de la que, esperemos, Venezuela pueda librarse pronto, bajo cauces democráticos.

FUENTE: José Alejandro Godoy



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