Sobre las
propuestas populistas y desesperadas contra la delincuencia
El avance
de la ola criminal ha desatado propuestas autoritarias de carácter populista
que buscan la aprobación popular e iniciativas que alientan “la privatización”
de la seguridad ciudadana. En ambos casos la democracia y la gobernabilidad
quedan maltrechas y la idea de un estado de derecho, de un contrato social en
el que estado democrático ejerce el monopolio de la violencia cede a la ley de
la selva.
El ex
presidente Alejandro Toledo ha decidido ganar simpatías e incrementar su
intención de voto asumiendo la propuesta de algunos alcaldes y dirigentes
vecinales de Lima que exigen que las Fuerzas Armadas salgan a las calles a
combatir a la delincuencia. Otro político en campaña, gobernador de La
Libertad, César Acuña, también ha pedido la intervención de los militares
alegando que es un “clamor popular”. Y el alcalde limeño de San Juan de
Miraflores, Javier Altamirano, ha apoyado públicamente la campaña “chapa tu
choro”, que promueve que los ciudadanos detengan y linchen a los delincuentes.
La
postura de Toledo y Acuña se dirige al 87% de peruanos que cree que las Fuerzas
Armadas deberían intervenir para detener la ola criminal. La idea de que las
fuerzas armadas intervengan en las calles violentaría el funcionamiento de
instituciones fundamentales de la democracia como la Policía, el Ministerio
Público y el Poder Judicial en la lucha contra este flagelo. Además, el combate
contra la delincuencia en libertad es un asunto que demanda una intensa
participación ciudadana para elaborar políticas públicas adecuadas. Finalmente,
militarizar el problema deja de lado la
inteligencia policial, herramienta vital para enfrentar esta lacra social.
En
Venezuela, por ejemplo, el autócrata Nicolás Maduro ha optado por militarizar
con un resultado terrible: 80 muertos solo en el último mes y medio, según un
consolidado de los comunicados oficiales de la policía. Los militares
intervinieron en octubre y desde entonces han aumentado las denuncias de ejecuciones
sumarias de presuntos delincuentes.
Otras
experiencias parecidas se han registrado en El Salvador, Honduras y Guatemala,
con el mismo resultado. En México, se tuvo que movilizar a fuerzas militares
especiales contra el narcotráfico porque los sicarios del narco superan en
equipamiento y armamento a la policía, pero los resultados han sido terribles.
La
posición del alcalde Javier Altamirano responde en cambio a una mezcla de
impotencia y desesperación que se ha apoderado de muchas autoridades locales que
enfrentan a diario la presión de sus vecinos, que les exigen que haga algo para
frenar la creciente inseguridad. Sin embargo, su propuesta también es inviable
Ninguna
nación democrática puede legitimar el linchamientos de presuntos delincuentes.
Si el gobierno lo permitiera abriría las puertas del caos total, se dejarían de
lado el imperio de la ley y los derechos fundamentales, y el país ingresaría en
una vorágine incontrolable de sangre y violencia de consecuencias
impredecibles.
El
cualquier caso, el gobierno y el estado deberían entender que la sociedad está
llegando a un límite en el cual diversas instituciones pueden ser arrasadas por
las lógicas privadas. Es difícil detener la autodefensa de los ciudadanos
cuando el estado abandona la función de proveer orden y seguridad.
El hecho
de que avancemos hacia un proceso electoral no debe ser una excusa para que el
gobierno y el estado en general renuncien a sus responsabilidades contra la ola
criminal. Muy por el contrario, deberían aprovechar la indignación ciudadana
para encauzarla dentro de la legalidad, de modo que la acción de policías,
fiscales, jueces, alcaldes y serenazgos se convierten en una sola fuerza que
golpee a la delincuencia.
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