Por:
Nicolás Lynch
En esta disputa con la derecha que
atraviesa América Latina los medios de comunicación dominantes quieren establecer
la idea de que la destitución de Dilma Roussef fue un proceso legal y no
constituyó un golpe de Estado. Sin embargo, la abrumadora mayoría de expertos
en cuestiones constitucionales, de los más diversos colores políticos, así como
buena parte de los medios de comunicación internacionales, aceptan que los
hechos que se le imputaban a Roussef no constituían delitos ni figuraban como
causas de destitución presidencial en la constitución brasileña . Es más, los
cuatro presidentes anteriores a ella y el propio Michel Temer, hoy presidente,
habrían hecho lo mismo con las cuentas fiscales. Pero no valieron argumentos,
había una decisión de la derecha brasileña: sacar al PT y a Dilma del gobierno
y la cumplieron a cabalidad.
Lo que ha existido entonces en el
Brasil es una disputa de poder. La derecha que fracasó por la vía electoral en
cuatro oportunidades (2002,2006, 2010 y 2014) decidió sacar a Dilma y al PT a
cualquier costo, inventando una causa y sacándola adelante en base a su
eventual mayoría parlamentaria. No les interesa entonces la voluntad popular,
los 54 millones de brasileños que eligieron a Dilma el 2014, sino sus
intereses, principalmente económicos, que veían mellados por las reformas de 13
años de gobierno del PT. Este proceso ha sido facilitado por la corrupción que
infesta la política brasileña —incluido el propio PT de Dilma— aunque no
hayan acusaciones directas en este
sentido contra la Presidenta y sí, más bien, contra la mayoría de los senadores
que votaron su destitución.
Pero, no es la primera vez que estos
golpes parlamentarios suceden en América Latina, ya pasó en Honduras contra Nel
Zelaya el 2009 y en Paraguay contra Fernando Lugo el 2014. Es la tercera vez
que se repite el plato y esto nos llama la atención sobre una ofensiva orquestada
contra los gobiernos progresistas en la región, que levantando la bandera de la
democracia usa métodos autoritarios para terminar con sus adversarios
políticos. Son ejemplares en este sentido el papel de la OEA y su Secretario
General Luis Almagro, muy activos con Venezuela pero pasivos frente a Brasil,
así como el gobierno de los Estados Unidos espiando a Dilma y conspirando
abiertamente contra Maduro.
La cuestión democrática vuelve así a
estar en el centro de la escena. Los gobiernos progresistas se propagaron en
América Latina —llegaron a 12 en su mejor momento— por la crisis de las
llamadas “transiciones a la democracia” de los últimos 25 años del siglo XX.
Esas transiciones produjeron regímenes de democracia restringida que
devolvieron algunos derechos civiles y políticos pero recortaron o eliminaron
derechos sociales. Este grave déficit fue respondido por las masas en la calle
—del Caracazo en 1989, al que se vayan todos argentino del 2002, hasta la huida
de Sánchez de Losada en Bolivia el 2003— dando lugar a los gobierno populares.
Sin embargo, los afanes de
redistribución de los recursos y profundización democrática de los gobiernos
progresistas, chocaron tanto con la resistencia abierta de la derecha como con
la no superación de problemas ancestrales de estos países. Me refiero al modelo
económico primario exportador dominante y a la corrupción endémica que ha
caracterizado a los estados latinoamericanos.
Esta situación ha conducido a crisis
que con diversas características nacionales están regresando a las derechas al
poder. El objetivo como lo vemos donde
el retroceso ya se ha producido es marchar a distintas variantes de democracias
restringidas que tienen como programa inmediato la vuelta al neoliberalismo y
los paquetes de ajuste perpetuo de la economía, para que el excedente, si
existe, vuelva de los bolsillos de las mayorías a los de una pequeña minoría
privilegiada.
El proceso ciertamente no ha
terminado. En el Brasil la canalla que ha sucedido a Dilma la va a tener
difícil de aquí al 2018 en que se dan nuevas elecciones. Le toca ahora a
América Latina, a los demócratas que entendemos la democracia más allá del
acuerdo entre élites a enfrentar esta nueva ofensiva reaccionaria para que no
revierta la democratización de la región que se vivió en los últimos 20 años.
En este empeño tenemos una ventaja que debemos potenciar: la experiencia, sobre
todo en la movilización y organización popular, para que nuestra América vuelva
a tomar el camino de la democratización económica y política.
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