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viernes, 4 de marzo de 2016

45 AÑOS DE CAMBIOS SIN MEJORA



Escrito: Luis Pásara

Los impresentables nombramientos de jueces y fiscales supremos dispuestos por el Consejo Nacional de la Magistratura en las últimas semanas son un grave indicador del lugar al que ha llegado la reforma del sistema de justicia desde que, en 1970, empezara una sucesión de ciclos de pretensiones renovadoras. En distintos momentos y con medidas de propósitos diversos se han introducido cambios en la justicia que, en definitiva, no la han mejorado.

Velasco: crítica y déficit

Los cambios empezaron a partir de una durísima crítica a la administración de justicia que desarrolló públicamente el general Juan Velasco Alvarado desde 1970. Con el propósito declarado de construir una sociedad distinta, Velasco denunció que “el imperio de la justicia fue tan sólo una forma de asegurar que todo continuara igual en el Perú”. Tres años después del inicio de su gobierno, sostuvo: “En nuestro país la justicia siempre tuvo dos caras, una adusta y cruel, para los humildes, y otra, tolerante y buena para los poderosos”. En los hechos, la reforma introducida se centró en el cambio de jueces: el gobierno cesó a unos y jubiló forzosamente a otros, al tiempo que estableció el Consejo Nacional de Justicia para examinar a los candidatos y designar a los magistrados según sus méritos. La radicalidad de la crítica desembocó así en una línea de reforma insuficiente para responder a la magnitud del problema.

No obstante, el cambio del mecanismo de nombramientos judiciales –que introdujo los concursos públicos en sustitución de las designaciones políticas hechas hasta entonces por el presidente y el congreso– hizo posible una mejora en la calidad de los jueces. Es constatable que abogados reconocidos y profesores universitarios de prestigio se incorporaron a la función judicial. Muchos de ellos fueron purgados en 1980 por la contrarreforma dispuesta al inicio del segundo gobierno de Fernando Belaunde. En varios casos, haber sido dirigente estudiantil fue suficiente motivo para la destitución. Sin embargo, los cargos judiciales no volvieron a ser ocupados por “los señores”, que con un origen social alto encabezaron el aparato judicial frontalmente criticado por Velasco.

En reconocimiento tácito de los alcances limitados del nuevo sistema de nombramientos, en 1975 se estableció la Comisión de Reforma Judicial, dependiente de la Corte Suprema; su mérito principal consistió en encargar una serie de trabajos de diagnóstico de la problemática judicial (cuyos productos el Centro de Investigaciones Judiciales del Poder Judicial ni siquiera ha sabido conservar). La circunstancia de haber sido creada luego del cambio de gobierno, que llevó a la presidencia al general Morales Bermúdez en 1975, hizo que la Comisión no pasara de la etapa de diagnosis. Debe resaltarse que la iniciativa del propio Poder Judicial durante esta primera década de reformas produjo propuestas legales de alcance menor o de tipo administrativo. Esto es, ningún cambio conceptual de la función.

El segundo gobierno de Belaunde Terry (1980-1985) se orientó por la búsqueda de una vuelta imposible al país previo al régimen militar. En el campo de la justicia se regresó a los discursos solemnes y vacíos sobre “la majestad del Poder Judicial” y poco más. En términos de reforma, tampoco el primer gobierno de Alan García (1985-1990) hizo mayor cosa. No obstante, se procuró de diversas maneras “apristizar” la judicatura y las fiscalías, objetivo que fue alcanzado en buena medida, como han demostrado hechos tales como la exoneración judicial de Alan García en el caso de los penales.

La noche más oscura

La segunda oleada de reforma llegó con Alberto Fujimori y, luego del autogolpe de abril de 1992, se inauguró con una purga de unos trescientos jueces y fiscales, incluidos casi todos los magistrados de la Corte Suprema, todos los miembros del Tribunal de Garantías Constitucionales, el Fiscal de la Nación y todos los miembros del Consejo Nacional de la Magistratura. Paralelamente, Fujimori desarrolló una áspera crítica a la justicia –llegó a referirse al “Palacio de la injusticia”– que, si bien apuntó a un comportamiento cómplice con la subversión senderista, adquirió términos globales: “La administración de justicia ganada por el sectarismo político, la venalidad y la irresponsabilidad cómplice, es un escándalo que permanentemente desprestigia a la democracia y a la Ley. […] la corrupción y la infiltración política ha llegado a tal grado que se da en todos los niveles e instancias del Poder Judicial. En el Perú, la Justicia siempre ha sido una mercancía que se compra o se vende al mejor postor”. El señalamiento incluyó responsabilidades: “las deficiencias judiciales, desde siempre, han sido, en parte, producto de los manejos de sectores minoritarios”.

Aunque algunos de los magistrados destituidos fueron reinstalados en el cargo por un Jurado de Honor de la Magistratura, nombrado por el propio gobierno, el verdadero objetivo había sido alcanzado: colocar a centenares de jueces y fiscales “provisionales” que podían ser removidos en cualquier momento. La incidencia de la provisionalidad llegó a afectar a 80% de los magistrados. Sobre esa base, Vladimiro Montesinos penetró el aparato de justicia con un sistema de redes –las llamadas “tribus judiciales”– a las que se incorporaron sin resistencia muchos abogados litigantes, a más de jueces y fiscales de diversa jerarquía. El sistema buscaba, primero, controlar las decisiones que interesaban al gobierno y, segundo, manejar los procesos mediante la corrupción. Así, de un lado, el régimen contó para su actuación con la obsecuencia de muchos jueces y casi todos los fiscales; de otro, el particular que quería ganar un caso a menudo tenía que pagar a tramas cuyos vértices estaban ocupados por personajes del gobierno.

Además del manejo y control del aparato de justicia, se tomaron medidas de “modernización” que, a un costo de unos 50 millones de dólares estadounidenses, produjeron mejoras en términos administrativos y de gestión, en la infraestructura de los tribunales, en reducción de la carga acumulada de casos pendientes de juicio, en los sistemas de información y control. Sin embargo, los cambios no se generalizaron al conjunto del sistema y muchos de ellos, en definitiva, no perduraron. La cooperación internacional colaboró con estas reformas a sabiendas de que su introducción revestía el funcionamiento de un siniestro control sobre la administración de justicia.

Lo mismo o peor

Huidos el dictador y su asesor, el gobierno de transición presidido por Valentín Paniagua procuró entre 2000 y 2001 desmontar los mecanismos de control sobre la judicatura con el propósito de restablecer las condiciones mínimas de funcionamiento de la justicia, sin ingresar al terreno de las reformas. Alejandro Toledo (2001-2006) encontró un aparato de justicia que –como ocurre hasta hoy– cargaba el legado de Fujimori-Montesinos. Respondió con un sustancial aumento de sueldos para jueces y fiscales –que canceló el lamento histórico sobre las bajas remuneraciones, que en ocasiones devenía en retorcida explicación de la corrupción– y con un recurso típico de políticos y burócratas: nombró una comisión.


Los políticos se ocupan del tema cuando están en la oposición; al llegar a cargos de poder, parecen satisfechos con disfrutar de las ventajas que les ofrece una justicia débil e ineficiente.

Sin embargo, la CERIAJUS, constituida por representantes de las instituciones públicas y de la sociedad civil, produjo en seis meses una propuesta de reforma bastante completa, a un costo de 1346 millones de soles. Desde una reforma constitucional hasta medidas concretas para mejorar el acceso a la justicia, pasando por la modernización del despacho judicial, la Comisión abarcó diversos terrenos y formuló proposiciones específicas. Algunas se tradujeron en leyes; las más importantes se encarpetaron. En definitiva, la justicia tampoco fue tocada por este tercer intento de reforma. No obstante que entre 2004 y 2008 se dobló el presupuesto destinado al Poder Judicial, el péndulo oficial volvió hacia el lado de la desatención real y el desentendimiento profundo del problema.

Desde entonces, el tema de los cambios en la justicia ha quedado en manos de las instituciones. En el Consejo Nacional de la Magistratura quedó probablemente la mayor responsabilidad, al tener a cargo nombramientos, evaluación y ascensos, y procesos disciplinarios de jueces y fiscales. El Consejo ha desarrollado instrumentos de trabajo de calidad pero, en los hechos, la trayectoria de la entidad ha sido desigual e inconstante, según periodos, integrantes y casos concretos. Muchos nombramientos y ascensos han sido objetados públicamente con argumentos sólidos. Las sanciones disciplinarias, trabadas en ocasiones por la intervención de la Corte Suprema, no han erradicado la corrupción.

El Consejo actual expresa el que probablemente es el peor momento de la institución. La mediocridad es generalizada y constatable en la trayectoria de los consejeros; la impugnación públicamente formulada sobre algunos de ellos anunciaba lo que se ha demostrado con ocasión de los nombramientos recientes de jueces y fiscales supremos, que son indefendibles en vista de los antecedentes de los designados. Hay quienes explican esta situación por la acción de las “tribus” que han extendido su accionar mafioso hasta las entidades que designan a los consejeros. El factor político no ha desaparecido sino que ahora es mediado por estas redes de composición cambiante que trafican con nombramientos, ascensos y sanciones.

La degeneración ocurrida en el Consejo ha echado abajo la originalidad del modelo por el que se optó al establecer su composición, con representantes de “la sociedad civil” –de las universidades y de los colegios profesionales– y con una mayoría que podía estar integrada, y lo ha estado, por una mayoría de no-abogados. Esta innovación, única en América Latina, fue señalada como ejemplar por diversos analistas. Puesto en manos de organizaciones capturadas por grupos que lindan con el hamponaje y que actúan con descaro no sólo al margen de la ley sino de la opinión pública, el modelo ha fracasado.

Tres lecciones

En 45 años se han hecho diagnósticos, de cuyos resultados hoy no parecen tener noticia quienes dirigen las instituciones del sistema, y se han formulado muchos planes, de alcance diverso y ejecución siempre parcial, cuando no abandonada. Es un panorama que ofrece más oscuros que claros. Pero de cara al futuro –si es que lo hay– pueden extraerse algunas lecciones.

La primera lección es que los actores políticos sólo muy circunstancialmente se interesan por cambiar el estado de la justicia. Se ocupan del tema ocasionalmente cuando están en la oposición; al llegar a cargos de poder, parecen satisfechos con disfrutar de las ventajas que les ofrece una justicia débil e ineficiente, en la que pueden “inducir” demoras de procesos en el mejor de los casos y decisiones para su propio alivio en el peor.

En estos meses se exhibe el desinterés de los políticos en la justicia. En la campaña electoral el tema alcanza, como siempre, un bajo perfil; sólo hay referencias tangenciales a los tribunales a propósito de la inseguridad ciudadana. Pero, de los 19 candidatos presidenciales, son contados quienes han abordado el tema de la transformación –el término “reforma” ha envejecido– de la justicia.

Una segunda lección se refiere a la contribución limitadísima de quienes están dentro del aparato institucional. Basta leer los discursos oficiales y las declaraciones cotidianas de las cúpulas jerárquicas. Sus reclamos son, en este orden, más recursos y cambios legales. Ambos reclamos han sido atendidos durante los últimos 45 años. El presupuesto destinado a la justicia se ha redoblado sin resultados. Los códigos han sido renovados, incluyendo una reforma procesal penal que ha transformado el enjuiciamiento criminal. No se ha producido una mejora en la calidad del producto.

La buena noticia consiste en el surgimiento de un sector reducido de magistrados que se distinguen por un comportamiento bastante menos dependiente del poder –acaso originado por las alteraciones introducidas en los mecanismos de nombramiento para hacerlos menos políticos–, una sensibilidad mayor frente al enorme reclamo social respecto al aparato de justicia, y una postura cuando menos parcialmente liberada de una concepción formalista y legalista del derecho. Este juez “disidente” –que 45 años antes era un personaje anómalo en el medio judicial– entiende de otro modo su responsabilidad en la función.

La tercera lección tiene que ver con el papel de la sociedad civil, que se puede resumir como desinterés. Las organizaciones ciudadanas –de empresarios, de trabajadores, de profesionales, barriales, etc.– consideran a la justicia como un tema de queja pero no de propuesta de acción. Particularmente grave es el caso de universidades, facultades de derecho y centros de investigación que –orientados por otras prioridades, a menudo de interés en algún mercado– siguen ignorando la temática de la justicia que, sin embargo, en el nivel del discurso formal de todos los actores constituye, junto a salud y educación, una de las funciones irrenunciables del Estado.

El malestar generalizado, y creciente, que existe en el país respecto a jueces y fiscales no se traduce en demandas de cambio concretas. Salvo la acción de unas cuantas ONG, el problema de la transformación de la justicia sigue confiado en el Perú a quienes –en estos años y en casi todos los precedentes en nuestra historia republicana– demostraron despreocupación o incapacidad para hacerle frente: políticos y operadores del sistema.

Estas conclusiones, extraídas luego de que el tema de reformar la justicia ha cumplido 45 años en la agenda pública, conducen al escepticismo respecto a lo que está por venir. De hecho, la composición y la actuación del Consejo de la Magistratura y de la Corte Suprema hoy no abren paso a la esperanza

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