Escrito: Luis Pásara
Los impresentables nombramientos de
jueces y fiscales supremos dispuestos por el Consejo Nacional de la
Magistratura en las últimas semanas son un grave indicador del lugar al que ha
llegado la reforma del sistema de justicia desde que, en 1970, empezara una
sucesión de ciclos de pretensiones renovadoras. En distintos momentos y con
medidas de propósitos diversos se han introducido cambios en la justicia que,
en definitiva, no la han mejorado.
Velasco: crítica y déficit
Los cambios empezaron a partir de una
durísima crítica a la administración de justicia que desarrolló públicamente el
general Juan Velasco Alvarado desde 1970. Con el propósito declarado de
construir una sociedad distinta, Velasco denunció que “el imperio de la
justicia fue tan sólo una forma de asegurar que todo continuara igual en el
Perú”. Tres años después del inicio de su gobierno, sostuvo: “En nuestro país
la justicia siempre tuvo dos caras, una adusta y cruel, para los humildes, y
otra, tolerante y buena para los poderosos”. En los hechos, la reforma
introducida se centró en el cambio de jueces: el gobierno cesó a unos y jubiló
forzosamente a otros, al tiempo que estableció el Consejo Nacional de Justicia
para examinar a los candidatos y designar a los magistrados según sus méritos.
La radicalidad de la crítica desembocó así en una línea de reforma insuficiente
para responder a la magnitud del problema.
No obstante, el cambio del mecanismo
de nombramientos judiciales –que introdujo los concursos públicos en
sustitución de las designaciones políticas hechas hasta entonces por el
presidente y el congreso– hizo posible una mejora en la calidad de los jueces.
Es constatable que abogados reconocidos y profesores universitarios de
prestigio se incorporaron a la función judicial. Muchos de ellos fueron
purgados en 1980 por la contrarreforma dispuesta al inicio del segundo gobierno
de Fernando Belaunde. En varios casos, haber sido dirigente estudiantil fue
suficiente motivo para la destitución. Sin embargo, los cargos judiciales no
volvieron a ser ocupados por “los señores”, que con un origen social alto
encabezaron el aparato judicial frontalmente criticado por Velasco.
En reconocimiento tácito de los
alcances limitados del nuevo sistema de nombramientos, en 1975 se estableció la
Comisión de Reforma Judicial, dependiente de la Corte Suprema; su mérito
principal consistió en encargar una serie de trabajos de diagnóstico de la
problemática judicial (cuyos productos el Centro de Investigaciones Judiciales
del Poder Judicial ni siquiera ha sabido conservar). La circunstancia de haber
sido creada luego del cambio de gobierno, que llevó a la presidencia al general
Morales Bermúdez en 1975, hizo que la Comisión no pasara de la etapa de
diagnosis. Debe resaltarse que la iniciativa del propio Poder Judicial durante
esta primera década de reformas produjo propuestas legales de alcance menor o
de tipo administrativo. Esto es, ningún cambio conceptual de la función.
El segundo gobierno de Belaunde Terry
(1980-1985) se orientó por la búsqueda de una vuelta imposible al país previo
al régimen militar. En el campo de la justicia se regresó a los discursos
solemnes y vacíos sobre “la majestad del Poder Judicial” y poco más. En
términos de reforma, tampoco el primer gobierno de Alan García (1985-1990) hizo
mayor cosa. No obstante, se procuró de diversas maneras “apristizar” la judicatura
y las fiscalías, objetivo que fue alcanzado en buena medida, como han
demostrado hechos tales como la exoneración judicial de Alan García en el caso
de los penales.
La noche más oscura
La segunda oleada de reforma llegó
con Alberto Fujimori y, luego del autogolpe de abril de 1992, se inauguró con
una purga de unos trescientos jueces y fiscales, incluidos casi todos los
magistrados de la Corte Suprema, todos los miembros del Tribunal de Garantías
Constitucionales, el Fiscal de la Nación y todos los miembros del Consejo
Nacional de la Magistratura. Paralelamente, Fujimori desarrolló una áspera
crítica a la justicia –llegó a referirse al “Palacio de la injusticia”– que, si
bien apuntó a un comportamiento cómplice con la subversión senderista, adquirió
términos globales: “La administración de justicia ganada por el sectarismo
político, la venalidad y la irresponsabilidad cómplice, es un escándalo que
permanentemente desprestigia a la democracia y a la Ley. […] la corrupción y la
infiltración política ha llegado a tal grado que se da en todos los niveles e
instancias del Poder Judicial. En el Perú, la Justicia siempre ha sido una
mercancía que se compra o se vende al mejor postor”. El señalamiento incluyó
responsabilidades: “las deficiencias judiciales, desde siempre, han sido, en
parte, producto de los manejos de sectores minoritarios”.
Aunque algunos de los magistrados
destituidos fueron reinstalados en el cargo por un Jurado de Honor de la
Magistratura, nombrado por el propio gobierno, el verdadero objetivo había sido
alcanzado: colocar a centenares de jueces y fiscales “provisionales” que podían
ser removidos en cualquier momento. La incidencia de la provisionalidad llegó a
afectar a 80% de los magistrados. Sobre esa base, Vladimiro Montesinos penetró el
aparato de justicia con un sistema de redes –las llamadas “tribus judiciales”–
a las que se incorporaron sin resistencia muchos abogados litigantes, a más de
jueces y fiscales de diversa jerarquía. El sistema buscaba, primero, controlar
las decisiones que interesaban al gobierno y, segundo, manejar los procesos
mediante la corrupción. Así, de un lado, el régimen contó para su actuación con
la obsecuencia de muchos jueces y casi todos los fiscales; de otro, el
particular que quería ganar un caso a menudo tenía que pagar a tramas cuyos
vértices estaban ocupados por personajes del gobierno.
Además del manejo y control del
aparato de justicia, se tomaron medidas de “modernización” que, a un costo de
unos 50 millones de dólares estadounidenses, produjeron mejoras en términos
administrativos y de gestión, en la infraestructura de los tribunales, en
reducción de la carga acumulada de casos pendientes de juicio, en los sistemas
de información y control. Sin embargo, los cambios no se generalizaron al
conjunto del sistema y muchos de ellos, en definitiva, no perduraron. La
cooperación internacional colaboró con estas reformas a sabiendas de que su
introducción revestía el funcionamiento de un siniestro control sobre la
administración de justicia.
Lo mismo o peor
Huidos el dictador y su asesor, el
gobierno de transición presidido por Valentín Paniagua procuró entre 2000 y
2001 desmontar los mecanismos de control sobre la judicatura con el propósito
de restablecer las condiciones mínimas de funcionamiento de la justicia, sin
ingresar al terreno de las reformas. Alejandro Toledo (2001-2006) encontró un
aparato de justicia que –como ocurre hasta hoy– cargaba el legado de
Fujimori-Montesinos. Respondió con un sustancial aumento de sueldos para jueces
y fiscales –que canceló el lamento histórico sobre las bajas remuneraciones,
que en ocasiones devenía en retorcida explicación de la corrupción– y con un
recurso típico de políticos y burócratas: nombró una comisión.
Los políticos se ocupan del tema
cuando están en la oposición; al llegar a cargos de poder, parecen satisfechos
con disfrutar de las ventajas que les ofrece una justicia débil e ineficiente.
Sin embargo, la CERIAJUS, constituida
por representantes de las instituciones públicas y de la sociedad civil,
produjo en seis meses una propuesta de reforma bastante completa, a un costo de
1346 millones de soles. Desde una reforma constitucional hasta medidas
concretas para mejorar el acceso a la justicia, pasando por la modernización
del despacho judicial, la Comisión abarcó diversos terrenos y formuló
proposiciones específicas. Algunas se tradujeron en leyes; las más importantes
se encarpetaron. En definitiva, la justicia tampoco fue tocada por este tercer
intento de reforma. No obstante que entre 2004 y 2008 se dobló el presupuesto
destinado al Poder Judicial, el péndulo oficial volvió hacia el lado de la
desatención real y el desentendimiento profundo del problema.
Desde entonces, el tema de los
cambios en la justicia ha quedado en manos de las instituciones. En el Consejo
Nacional de la Magistratura quedó probablemente la mayor responsabilidad, al
tener a cargo nombramientos, evaluación y ascensos, y procesos disciplinarios
de jueces y fiscales. El Consejo ha desarrollado instrumentos de trabajo de
calidad pero, en los hechos, la trayectoria de la entidad ha sido desigual e
inconstante, según periodos, integrantes y casos concretos. Muchos
nombramientos y ascensos han sido objetados públicamente con argumentos
sólidos. Las sanciones disciplinarias, trabadas en ocasiones por la
intervención de la Corte Suprema, no han erradicado la corrupción.
El Consejo actual expresa el que
probablemente es el peor momento de la institución. La mediocridad es
generalizada y constatable en la trayectoria de los consejeros; la impugnación
públicamente formulada sobre algunos de ellos anunciaba lo que se ha demostrado
con ocasión de los nombramientos recientes de jueces y fiscales supremos, que
son indefendibles en vista de los antecedentes de los designados. Hay quienes
explican esta situación por la acción de las “tribus” que han extendido su
accionar mafioso hasta las entidades que designan a los consejeros. El factor
político no ha desaparecido sino que ahora es mediado por estas redes de
composición cambiante que trafican con nombramientos, ascensos y sanciones.
La degeneración ocurrida en el
Consejo ha echado abajo la originalidad del modelo por el que se optó al
establecer su composición, con representantes de “la sociedad civil” –de las
universidades y de los colegios profesionales– y con una mayoría que podía
estar integrada, y lo ha estado, por una mayoría de no-abogados. Esta
innovación, única en América Latina, fue señalada como ejemplar por diversos
analistas. Puesto en manos de organizaciones capturadas por grupos que lindan
con el hamponaje y que actúan con descaro no sólo al margen de la ley sino de
la opinión pública, el modelo ha fracasado.
Tres lecciones
En 45 años se han hecho diagnósticos,
de cuyos resultados hoy no parecen tener noticia quienes dirigen las
instituciones del sistema, y se han formulado muchos planes, de alcance diverso
y ejecución siempre parcial, cuando no abandonada. Es un panorama que ofrece
más oscuros que claros. Pero de cara al futuro –si es que lo hay– pueden
extraerse algunas lecciones.
La primera lección es que los actores
políticos sólo muy circunstancialmente se interesan por cambiar el estado de la
justicia. Se ocupan del tema ocasionalmente cuando están en la oposición; al
llegar a cargos de poder, parecen satisfechos con disfrutar de las ventajas que
les ofrece una justicia débil e ineficiente, en la que pueden “inducir” demoras
de procesos en el mejor de los casos y decisiones para su propio alivio en el
peor.
En estos meses se exhibe el
desinterés de los políticos en la justicia. En la campaña electoral el tema
alcanza, como siempre, un bajo perfil; sólo hay referencias tangenciales a los
tribunales a propósito de la inseguridad ciudadana. Pero, de los 19 candidatos
presidenciales, son contados quienes han abordado el tema de la transformación
–el término “reforma” ha envejecido– de la justicia.
Una segunda lección se refiere a la
contribución limitadísima de quienes están dentro del aparato institucional.
Basta leer los discursos oficiales y las declaraciones cotidianas de las
cúpulas jerárquicas. Sus reclamos son, en este orden, más recursos y cambios
legales. Ambos reclamos han sido atendidos durante los últimos 45 años. El
presupuesto destinado a la justicia se ha redoblado sin resultados. Los códigos
han sido renovados, incluyendo una reforma procesal penal que ha transformado
el enjuiciamiento criminal. No se ha producido una mejora en la calidad del
producto.
La buena noticia consiste en el
surgimiento de un sector reducido de magistrados que se distinguen por un
comportamiento bastante menos dependiente del poder –acaso originado por las
alteraciones introducidas en los mecanismos de nombramiento para hacerlos menos
políticos–, una sensibilidad mayor frente al enorme reclamo social respecto al
aparato de justicia, y una postura cuando menos parcialmente liberada de una
concepción formalista y legalista del derecho. Este juez “disidente” –que 45
años antes era un personaje anómalo en el medio judicial– entiende de otro modo
su responsabilidad en la función.
La tercera lección tiene que ver con
el papel de la sociedad civil, que se puede resumir como desinterés. Las
organizaciones ciudadanas –de empresarios, de trabajadores, de profesionales,
barriales, etc.– consideran a la justicia como un tema de queja pero no de
propuesta de acción. Particularmente grave es el caso de universidades,
facultades de derecho y centros de investigación que –orientados por otras
prioridades, a menudo de interés en algún mercado– siguen ignorando la temática
de la justicia que, sin embargo, en el nivel del discurso formal de todos los
actores constituye, junto a salud y educación, una de las funciones
irrenunciables del Estado.
El malestar generalizado, y
creciente, que existe en el país respecto a jueces y fiscales no se traduce en
demandas de cambio concretas. Salvo la acción de unas cuantas ONG, el problema
de la transformación de la justicia sigue confiado en el Perú a quienes –en
estos años y en casi todos los precedentes en nuestra historia republicana–
demostraron despreocupación o incapacidad para hacerle frente: políticos y
operadores del sistema.
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