HEGEMONÍA YANQUI: NO ES
ORO TODO LO QUE RELUCE
Si bien el evidente fracaso de los EE.UU. en Iraq favorece
que más voces pongan en duda la existencia de un omnímodo poder yanqui, aún son
muchos los que, desde el movimiento progresista, se limitan a citar,
reiteradamente, el poderío estadounidense y no hacen referencia alguna a las
contradicciones existentes entre los estados imperialistas, lo cual no
contribuye a comprender la inestabilidad permanente de la actual situación
internacional ni a prever su futura evolución. Una inestabilidad internacional,
que responde a la voluntad de los EE.UU.
de prolongar su hegemonía que, en estos momentos, no tiene base real. Dicha
hegemonía no solo es contestada de forma combativa por los pueblos del Tercer
Mundo, o países como Rusia y China, sino también es cuestionada dentro del
propio campo imperialista occidental, principalmente por el núcleo central de
la Unión Europea.
No obstante, aunque el imperialismo estadounidense no tenga
la fuerza para ser la única potencia sin discusión, sí tiene todavía la
suficiente para que no haya dos iguales. Así, por ejemplo, mientras el país que
está en la base de la Unión Europea, Alemania, va de “tapadillo” y hace aún
todo lo posible por no moverse de la foto, los estadounidenses ―conscientes de
que el tiempo no juega a su favor― abusan de la arrogancia y del descaro para
que todos vean en ellos a la única potencia estabilizadora. La crisis global de
hegemonía de los EE.UU. obliga a ese país a mantener una inestabilidad
internacional que prolongue su estatus dentro del campo que históricamente ha
liderado.
Las contradicciones entre los países imperialistas, reavivadas
tras la Guerra Fría, y la debilidad estratégica de algunos de ellos constituyen
factores favorables para la causa popular en todo el mundo, que compensan, en
parte, el reflujo que supuso la “victoria del Occidente capitalista” tras la
caída de la Unión Soviética. Eso nos permite alimentar la esperanza de
quitárnoslos a todos de encima con la convicción de que es posible porque el
capitalismo presenta fallos y fisuras internas que hay que saber aprovechar;
por tanto, debemos desterrar la tesis ―basada en el derrotismo y la impotencia―
de que estamos inmersos en un imperio único y sólido, liderado por los yanquis.
Esa tesis sobrevalora el poder de la Casa Blanca y no contempla que las
diferencias entre los “grandes” favorecen los procesos revolucionarios, los
movimientos de resistencia patriótica o, simplemente, el desarrollo
independiente de los países.
Al hilo de esta cuestión, no creemos que la lucha que
desarrollan en Oriente Medio sectores populares y determinadas organizaciones
combatientes, sea tan solo obra de un montaje de los servicios secretos
estadounidenses o israelíes. A pesar de que en ocasiones haya existido
convergencia de intereses ―reaccionarios― entre islamistas y la CIA contra la
Unión Soviética en Afganistán, o entre Israel y Hamas contra la OLP, o de que
agentes a sueldo de Occidente hayan sido sorprendidos perpetrando atentados
criminales, hay que reconocer (aunque seamos ateos o no compartamos su
ideología ni línea política) que las circunstancias derivadas de las actuales
guerras coloniales ― conocidas de manera eufemística como “preventivas” ―
determinan que, hoy día, quienes luchan con las armas en la mano contra el
imperialismo provienen, en su mayoría, de países musulmanes.
Regresando al tema que nos ocupa, cabe recordar que hasta
finales de la década de los 60, el hecho de que la posición estadounidense no
fuera cuestionada por sus aliados, respondía a necesidades de orden geopolítico
e ideológico impuestas por la Guerra Fría, pero también tenía una base
económica. Tras la Segunda Guerra Mundial, los EE.UU. acaparaban los dos
tercios de la reserva mundial de oro. En 1944 los Acuerdos de Bretton Woods
ponen al mismo nivel el oro que el dólar. Dicha nivelación pudiera parecer
justificada por la falta de moneda-oro para garantizar los intercambios
comerciales, pero se estaba confundiendo la moneda real (el oro) con un papel
moneda (el dólar) lo que convertía de facto a la Reserva Federal (el banco
central de EE.UU.) en la entidad emisora de billetes del resto del mundo. En
definitiva, se sentaban las bases para que, en el futuro, los EE.UU. pudiesen
exportar sus crisis al resto del mundo, tanto el desarrollado como el
subdesarrollado. Sería el presidente francés De Gaulle el que en 1965 criticara
el privilegio de los estadounidenses en cuestiones de emisión de moneda que les
permitía endeudarse gratuitamente a costa de los demás.
En 1961 un grupo de países ricos (encabezados por Japón y
Alemania) puso sus reservas de oro a disposición de los estadounidenses para
que estos respaldaran los dólares que imprimían. Esta “generosa” solidaridad
entre estados capitalistas desarrollados duró hasta 1971, cuando Nixon, en
plena guerra de Vietnam, decidió no avalar más con oro a los dólares. A partir
de ahí, el papel sustituyó al oro como moneda. Tras crearse esa nueva
situación, EE.UU. ha pretendido lidiar, en parte, su gigantesco déficit con la exclusiva legal que tiene de imprimir
los dólares que debe, y de hacer bajar o subir el valor de estos. Resulta, pues,
que los EE.UU. están ejerciendo una “considerable influencia negativa en la
economía internacional, como consecuencia, entre otros factores, de la
descontrolada emisión de dólares para pagar productos y servicios por encima de
su real poder adquisitivo, papeles que ya la gente no quiere atesorar”. (Fidel
Castro, según Granma, informando sobre una reunión de su partido el 1 de julio
de 2006). Recientemente, el periódico francés Les Echos, en un artículo
titulado “La mundialización continúa pero ya no la dirigen los EE.UU.”, opinaba
que el triunfo estadounidense sobre el comunismo y el final de la Guerra Fría
ocultaban un debilitamiento del imperio que se había iniciado mucho antes y
cuya primera señal fue la derrota de Vietnam.
Evidentemente, esa riqueza estadounidense, cada vez más por
encima de su real poder adquisitivo, es en gran medida responsable de la ruina
total en que se encuentra el Tercer Mundo, sin por ello exculpar al resto de
países desarrollados ni a las camarillas locales de los países dependientes.
Pero lo que interesa destacar, por lo que tiene que ver con la agudización de
las contradicciones entre los países capitalistas, es que muchos de estos,
afectados por la crisis económica y social iniciada en el mundo industrial en
la década de los 70, vieron en el sistema estadounidense un obstáculo a sus
propias necesidades expansionistas; un estado norteamericano, al que ya solo
estaban ligados por la amenaza soviética. De ahí que cobrasen vigor las
tendencias a formar bloques económicos, como en Europa, y a crear monedas que
pudieran sustraerse del yugo del dólar, tal como se pretendió con la Unidad de
Cuenta Europea (ECU) que finalmente alumbraría al euro. De hecho, un buen
número de países importantes considera la posibilidad de asegurar el valor de
sus riquezas en otras monedas, alejando así el temor de arruinarse de la noche
a la mañana. En ese sentido, Hugo Chávez apoyó recientemente la iniciativa
planteada por Irán, aunque este país estuviera también guiado por
consideraciones geopolíticas, ya que está militarmente amenazado por el
imperio.
Pues bien, la actual inestabilidad internacional permanente
estriba en que el problema del déficit estadounidense y de su estándar de vida,
muy superior al de su poder adquisitivo real, no puede resolverse con
correcciones exclusivamente económicas. Y es que la propia estabilidad del
particular sistema estadounidense depende de su hegemonía mundial.
Efectivamente, aparte de las enormes fortunas y negocios, que son consecuencia
de esa hegemonía, los EE.UU. han construido un sistema económico-social que,
lejos del neoliberalismo que exigen a los demás, está protegido por una serie
de leyes que solo se explican por el rol que ejerce en el mundo. Y qué decir de
los sustanciosos planes sociales, empresa por empresa, que durante décadas se
han aplicado y que están al abrigo de tener que responder a la banca (nacional
e internacional) en caso de quiebra (capítulo VIII de la Constitución.) En
definitiva, los EE.UU., desde hace años, ejercen una generosidad financiera
hacia el interior del país, mientras buscan diariamente en el extranjero 2.000
millones de dólares. ¿Qué sucederá cuando no los encuentren?
Más allá de sus diferencias, todos los grupos de poder
estadounidenses comparten la idea de que la posición internacional de su país
no sea cuestionada. Y para ello no dudarán en seguir provocando conflictos para
alcanzar, entre otros, el control total en Oriente Medio, y obligar a que todo
acuerdo entre los países de la zona y otras potencias (incluidas las
occidentales) pase por su beneplácito y no se haga en contra de sus intereses.
Apuestan, incluso, porque la propia inestabilidad, creada por las
intervenciones militares, haga que el elemento decisivo en el juego de
dominación en el ámbito mundial continúe siendo el militar, donde ellos se
sienten más seguros en comparación con las otras potencias capitalistas. En
otras palabras: o la guerra genera una situación nueva para el “nuevo siglo
norteamericano”, o genera una inestabilidad en el campo occidental hasta el
punto de que este se vea obligado a mantener de nuevo al gendarme
estadounidense como sucedía durante la Guerra Fría.
Está claro que los imperialistas, por su propia naturaleza,
no pueden enterrar sus diferencias y contradicciones (al contrario, poco a poco
se agudizan más) para así evitar que los procesos revolucionarios y de
resistencia extraigan beneficio político de las mismas. Larga, pues, será la
guerra contra el “terrorismo”, porque largo es el desafío que tienen que
resolver los EE.UU.: asegurar su hegemonía contra vientos enemigos y mareas
“amigas”.
FUENTE: J. M. Álvarez/Inti Tumaini
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