14 de marzo de 2023
Fuente: Tribunal Constitucional.
Por Juan Carlos Díaz Colchado (*)
Una de las grandes conquistas
contemporáneas de nuestras sociedades
es el
asentamiento de la democracia constitucional.
Este sistema que permite la
convivencia de distintas perspectivas políticas, económicas,
sociales y culturales, ha sido consagrado en nuestra Constitución, cuando se establece que la República del Perú
es democrática y su gobierno es representativo (art. 43);
así como en la Carta Democrática Interamericana,
que establece como elementos esenciales
de la democracia el respeto a los derechos humanos, el acceso al
poder y
su ejercicio con sujeción al Estado de derecho, la realización de elecciones de carácter periódicos, libres, justas
y basadas en el sufragio
universal y secreto como expresión de la
soberanía popular;
la participación
plural de
organizaciones y partidos políticos, así
como la separación
e independencia de los poderes públicos (art.
3).
En el Perú, a partir de las diversas disposiciones de la parte orgánica de la
Constitución de 1993, se había construido un delicado sistema de separación de
poderes, una de cuyas notas características era el balance o equilibrio entre los
poderes públicos, tanto los clásicos poderes Legislativo, Ejecutivo y
Judicial, como de los distintos organismos constitucionales autónomos: Tribunal
Constitucional, Jurado Nacional de Elecciones, Ministerio Público, Contraloría
general
de
la República, Defensoría del
Pueblo, Junta Nacional de Justicia, Academia de la Magistratura, Banco Central
de Reserva y Superintendencia de Banca y Seguros.
De este modo la concepción actual del principio de separación de poderes suponía la superación de la
concepción clásica de separación estricta y no
interferencia de los poderes entre sí, por un sistema complejo y
equilibrado de frenos y contrapesos, que llevaba a un sistema de separación (con competencias
exclusivas), colaboración (con competencias compartidas) y control entre poderes públicos y organismos constitucionales
autónomos.
En dicho sentido, hay poderes públicos que ejercen su
función de forma exclusiva, como el Parlamento que puede realizar investigaciones sobre hechos de interés público de forma exclusiva (art. 97 de la Constitución),
pero
en otras debe colaborar con el Poder
Ejecutivo, como en el procedimiento para aprobar leyes, donde el Parlamento formula la ley, pero el Ejecutivo la promulga y publica en el Diario Oficial El Peruano (arts. 107-109 de la Constitución).
Pero
también hay
relaciones de control, cuando los actos del Ejecutivo, del Congreso y de los
organismos constitucionales autónomos están sometidos
al control judicial, ya
sea
del Tribunal Constitucional o del Poder Judicial, a través de las competencias y mecanismos procesales que para tal
fin han establecido la Constitución y las leyes.
Este equilibrio entre
poderes
públicos
ha
sido roto, dado que con la
reciente sentencia del Tribunal
Constitucional (STC 74/2023, Exp. 0003-2022-PCC/TC), se encumbra al Congreso de la República sobre los otros poderes públicos. En
el
caso en cuestión el
Parlamento cuestionó ante el Tribunal
Constitucional que
el Poder Judicial, a través de sentencias y
medidas
cautelares recaídas en
procesos de amparo, suspendiera el
proceso de selección del Defensor del
Pueblo, la investigación iniciada contra el
Presidente del Jurado Nacional de Elecciones y la aprobación de un proyecto de ley que luego se aprobó como Ley
31520 (que restituye la autonomía de las universidades) que, en la práctica, pone
en riesgo la
calidad
de
la educación superior universitaria al restar autonomía
funcional a la Superintendencia Nacional de
Educación Superior Universitaria
(SUNEDU).
La sentencia del Tribunal Constitucional, en pocas palabras, decide darle la razón al Congreso de la República y con ello anula las distintas decisiones
emitidas por el Poder Judicial, aun cuando
en estas se había dado cuenta de diversas afectaciones
a distintos principios y
derechos fundamentales; además de tratarse de procesos judiciales en trámite.
De modo que, con la sentencia en cuestión, se fortalece la posición institucional
del Congreso de la República, puesto que, palabras más o palabras menos, se ha inmunizado a este poder del Estado frente a cualquier tipo de control judicial, bajo la premisa, cuestionable, de que sus actos son de carácter político y, siendo actos propios de la práctica parlamentaria (interna corporis acta), no son
controlables en sede judicial
(fundamentos 26-46 de la STC 74/2023).
Esta decisión resulta un verdadero retroceso en materia de control
del
poder en nuestra
democracia
constitucional,
pues, contradice la doctrina que el propio Tribunal Constitucional había ido asentando con los años, según la cual, “no hay
zona exenta de control constitucional” (por todas la STC del Exp. N° 00156-2012- PHC/TC, fundamento 69). Esta
doctrina parte del carácter normativo de la Constitución y de su carácter vinculante para todos los poderes públicos y los
sujetos privados. Contravenir esta doctrina jurisprudencial supone vaciar de
contenido normativo a la Constitución, dado que esta deberá ceder frente a los
actos
políticos no justiciables del Congreso. Lo que en buena cuenta significa negar el carácter jurídico de la Constitución y
su consideración de límite al
ejercicio del poder.
(*) Profesor de la Facultad de Derecho y de la Escuela de Posgrado en la PUCP.
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