Los “olvidados” de Perú mantienen el
pulso, pero restan fuerza en las calles para enterrar a los muertos de los
disturbios más masivos de los últimos años en el país andino. Las protestas
iniciaron el pasado 7 de diciembre luego de que el presidente Pedro Castillo
intentara disolver el Congreso y gobernar por decreto, lo que siguió con su
destitución, arresto y el nombramiento de su entonces vicepresidenta, Dina
Boluarte, como presidenta interina de la nación.
El sábado, Boluarte se mostró
desafiante ante las peticiones ciudadanas que gritan en las calles por su
dimisión: “¿Qué se resuelve con una renuncia mía? Acá vamos a estar, firmes,
hasta que el Congreso resuelva el adelanto de elecciones (…) Exijo que se
reconsidere la votación” del pasado viernes, cuando el Parlamento votó en
contra de adelantar los comicios generales de 2026 a 2023. La mandataria,
natural de Apurimac, decretó el estado de emergencia durante 30 días, iniciando
el pasado miércoles.
Llamado al cese de la violencia
policial
Desde el pasado jueves, las marchas
tomaron fuerza en el sur del país y continúan con el cierre de varias vías,
pese a la represión ejercida por las fuerzas de seguridad peruanas y los toques
de queda decretados en nueve regiones. “Estamos pasando momentos muy difíciles
y tristes (…) Señores de las Fuerzas Armadas y policiales, hay que respetar los
derechos fundamentales a la vida y al justo reclamo. No podemos seguir
enfrentándonos entre hermanos y hermanas del mismo pueblo y del mismo país.
Hagamos el esfuerzo del diálogo”, escribió en Twitter la reconocida líder
indígena, Tarcila Rivera Zea.
Un llamado al cese de la brutalidad
estatal al que se han unido varias organizaciones de derechos humanos locales e
internacionales, después de que al menos 22 personas hayan perdido la vida por
disparos del Ejército y la Policía. A esto se suman más de 500, según la
Defensoría del Pueblo, que pidió investigar las acusaciones de que las fuerzas
del orden peruanas estaban utilizando armamento ilegal para reprimir las
manifestaciones y algunos uniformados habrían lanzados disparos directos al
cuerpo de las víctimas, muchas menores de edad y la mayoría entre los 18 y 25
años.
“Las instituciones del Estado peruano
deben respetar el derecho a la protesta, cuya protección es un elemento esencial
en las democracias y una herramienta histórica para el reclamo de derechos”,
reza una misiva que varios organismos de derechos hicieron pública el pasado
viernes, pidiendo tanto a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH)
como al Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos una
visita conjunta al país y el monitoreo de las protestas. También Amnistía
Internacional demandó “el cese inmediato de la violencia estatal” y el
restablecimiento del “diálogo para detener la escalada de violencia y evitar
más muertes”.
Uno de los jóvenes que han teñido de
rojo las trágicas cifras de los últimos días fue Clemer Rojas, de solo 23 años.
El estudiante salió de su hogar, en una pequeña aldea de la andina región de
Ayacucho – popular por ser el epicentro de la violencia entre el Estado y la
guerrilla maoísta Sendero Luminoso en los años ochenta y noventa– para unirse a
las protestas contra la destitución y detención de Pedro Castillo. Nunca
regresó. El sábado, una comitiva fúnebre encabezada por campesinos e indígenas
trasladaban el cuerpo sin vida de Clemer al cementerio. Junto a la foto del
joven, carteles que rezaban: “Dina Boluarte, asesina”.
De nuevo, el campo peruano pone los
muertos cuando la ciudadanía sale a reivindicar derechos, así como mejoras
sociales, económicas y el fin de las crisis políticas que se vienen
entrelazando. “Sentimos mucho dolor y queremos justicia, para que esto (la
muerte) de mi sobrino y lo que le ha pasado a mi familia no quede impune. Solo
pedimos justicia”, señaló a la agencia de noticias AP, Marlene Rojas, tía del
estudiante asesinado, según los familiares, por los uniformados.
Un agente de policía apunta con su
arma a los partidarios del depuesto presidente peruano Pedro Castillo, durante
una protesta contra su detención, en Chao, Perú. © AP – Hugo Curotto
Muchos peruanos culpan al Congreso de
la inestabilidad del país. “Cierren el Congreso, es un nido de ratas” son
algunos de los lemas coreados por los manifestantes, que también piden
elecciones y, algunos, la destitución inmediata de Boluarte. Otros están
demostrando su rabia contenida contra el sistema, que no consigue paliar la
crisis económica que ha sumido a miles en la pobreza y las estructurales
desigualdades sociales.
“Es un dolor inmenso lo que están
haciendo, una gran injusticia contra él (Castillo) porque no debió pasar.
Prácticamente han secuestrado a nuestro presidente”, dijo a AP una partidaria
de Castillo. Según AFP, una reciente encuesta determinó que alrededor del 44%
de los peruanos apoyaban el intento de Castillo de disolver la legislatura,
pese a que trató de hacerlo fuera de los límites constitucionales.
Crisis política endémica; Castillo
acusado de “rebelión”
Precisamente, Castillo se alzó como
presidente hace 17 meses con el apoyo de la ruralidad y el campo peruano que lo
vio crecer. Por ello, son los hijos de los campesinos e indígenas los que se
están levantando con más determinación no solo en apoyo a Castillo, también
para demostrar –una vez más– su hartazgo con las inestables instituciones y la
clase política dirigente en Perú, que en menos de cinco años ha tenido seis
presidentes.
Leopoldo Huamani, un agricultor de
60, viajó desde la ruralidad más abandonada de Chalhuanca hasta Lima, la
capital, para unirse al movimiento de protesta. Se siente parte de los
“olvidados”, votó por el izquierdista buscando en él la representación en un
sistema político de élites, acusadas de corruptas, pero a raíz de los últimos
acontecimientos aseguró a AP no sentirse representado por nadie. Pese a esto,
Huamani se lanzó a las plazas para reclamar el cese de la violencia policial y
exigir la dimisión de la interina presidenta: “Ella sólo representa a los
muertos”, dijo a AP, añadiendo que eligieron un “humilde maestro rural como
nosotros con la esperanza de una revolución que llevara a los pobres al poder”.
Esto coincide con la reciente carta
que envió el ahora presidente depuesto y ex maestro desde la cárcel: “Fui
elegido por los hombres y mujeres olvidados del Perú profundo, por los
desposeídos que han sido abandonados durante más de 200 años”, agradeciendo a
sus seguidores por el apoyo en las calles y animándoles a continuar
protestando, pese a las “masacres” de la Policía, como declaró. Castillo
enfrenta ahora 18 meses de arresto domiciliario, acusado de “rebelión,
conspiración, abuso de autoridad y grave perturbación de la tranquilidad
pública”.
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