Hace nueve semanas gozábamos de la
libertad que ha coartado la perniciosa COVID-19. La incertidumbre y esperanza
se reencuentran al mediodía para refutar los cuestionados números de fenecidos
y las escépticas medidas del Gobierno. Encendemos el televisor o subimos el
volumen y luego escuchamos absortamente la conferencia de prensa, como si
estuviésemos atentos para oír el misericordioso martillazo. Quizá perdemos el
interés e inmediatamente rememoramos el último baile de un sábado por la noche
o el último contacto físico que tuvimos con amigos o primos lejanos. Los
acaecimientos parecen distantes, pero solo han transcurrido tres meses
ininteligibles.
El repetido eslogan de 'Yo me quedo en
casa' resuena como un eco cuando pretendemos desacatar el confinamiento. Oímos
a las seis de la tarde la sirena y en los noticieros escrutamos el semblante
amedrentado del vecino. El amenazante virus aterrizó el 6 de marzo en el Perú.
Desde entonces, las personas íngrimas han encontrado un refugio seguro en el
hogar. De repente porque piensan que el coronavirus está impregnado en los
asfaltos, ventanales, productos de los mercados y supermercados, indumentarias.
Cuando eximan la reclusión forzosa y las salidas restringidas, Sandra Isella,
psicóloga española, vaticina que los ciudadanos retraídos y solitarios
preferirán permanecer en sus predios por el estado anímico, mental y emocional
que ha generado el aislamiento y la enfermedad en ellos.
Después de estar encerrados y protegidos
en casa, los ermitaños pueden contraer ese miedo al exterior que los españoles
han denominado síndrome de la cabaña. La infección de la SARS-CoV-2 flotará en
el aire, provocará rebrotes y generará zozobra a los que se han aislados
inconscientemente de la sociedad. Según el psicólogo Miguel Ángel Rizaldo, la
sobreinformación de la COVID-19 produce ese pavor de volver a pisar la calle.
Entre el 31 de enero y el 10 de febrero, los psiquiatras del Centro de Salud
Mental de Shanghái (China) encuestaron a chinos, hongkoneses, macaenses y
taiwaneses sobre cómo se enfrentaron durante el brote del coronavirus. Los
resultados mostraron que el 35 % de los encuestados padecían de angustia.
El 78 % de las conversaciones
registradas en Crisis Text Line, organización global sin fines de lucro que
ofrece gratuitamente mensajes de textos en caso de crisis, se refieren a la
soledad, ansiedad y preocupaciones financieras. Y The Lancet, revista británica
que publica reportes de enfermedades, reveló que el impacto psicológico -
durante la proliferación del virus – desencadenaría trastornos emocionales como
depresión, irritabilidad, insomnio, síntomas de estrés postraumático, confusión
y enojo.
Isella y Rizaldo coinciden que las
personas desamparadas deben utilizar la tecnología para no perder la
comunicación familiar y amical. Pero en el Perú, acorde al informe del
Instituto Nacional e Informática (INEI), había 633.590 eremitas de 70 a más años
en 2018. Los longevos desconocen cómo platicar por Zoom o cómo enviar un
afectuoso mensaje mediante Facebook o WhatsApp. Ellos también propusieron otras
soluciones: no aislarse, evitar pensamientos fatalistas, crear rutinas nuevas,
expresar temores.
En España, las autoridades han optado
por las llamadas telefónicas. Grandes Amigos o Alaquás te escucha dialogan con
personas íngrimas para que no se sientan solos. El objetivo de esas entidades
es preservar la salud física y psicológica y acompañarlos en sus menoscabadas
relaciones sociales. Han transcurrido tres meses ininteligibles, y el mundo
parece ser otro.
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